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El hijo, que seguía a su padre, también metió el dedo en el pastel.

Recuerdo hace muchos años, haber ido en compañía de una familia, a comprar algunas cosas para una cena a un centro comercial. Ese día, por el corredor principal de la tienda, habían puesto unos bonitos pasteles, grandes y cubiertos de betún de limón. Uno de los papás que me acompañaban, traviesamente, y sin dejar de caminar, hundió el dedo en el betún de uno de ellos, y se lo llevó a la boca. Acto seguido, el hijo de nueve años, que venía detrás de él, literalmente siguiendo sus pasos, metió también su dedo en el pastel, y lo saboreó muy gustosamente. Todos rieron. Todos conocemos la terrible fechoría del cobro de piso, con que los narcotraficantes extorsionan, para no secuestrar o dañar personas o propiedades, pidiendo una cuota a negocios, empresarios, y hasta las Iglesias, que tampoco escapan de...

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Llévame al panteón hijo, a revisar los papeles…

Hoy tuve una vivencia muy hermosa, que deseo compartirles: Llevé a mi madre al panteón del Roble esta mañana, a revisar los papeles del lote de la familia, que hace tiempo habían comprado. Dejamos a papá en casa, en la faena diaria de doblegar la inercia de los años, y levantarse a vivir. Al revisar el contrato funerario, me di cuenta que mis padres, habían comprado el terreno en el año de 1976, es decir hace 41 años, cuando solo tenían 12 años de casados. Me admira sobremanera la forma en que entonces ellos contemplaban la vida, es decir, un matrimonio todavía joven, pensando ya, – a pesar de todas las inciertas y difíciles batallas que aún les tocaría enfrentar-, en terminar la vida juntos. Mi madre sin miedo, me había dicho ya dos veces los últimos meses: «Llévame...

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Una mirada diferente a Judas Iscariote.

  Recuerdo cuando de niños salíamos juntos a correr por el campo, ah, cómo nos divertíamos, explorábamos los montes, trepábamos árboles y escalábamos montañas; juntos pescábamos a la orilla del lago, cómo nos fiábamos el uno del otro, no había secretos entre nosotros, nos queríamos mucho, platicábamos muy profundo en esas largas tardes de la vida, reíamos, y agradecíamos a Dios el hermoso don de la amistad. Un día, al paso de varios años, salí a caminar a las afueras del pueblo por entre los huertos, ya iba cayendo la tarde, solitaria y sombría, con la penumbra cerca. De repente, algo rompió el silencio que me envolvía, y oí unos pasos que me alarmaron, de súbito llegó la noche, ruidos raros, voces extrañas, me atraparon el miedo y la angustia, presentimientos, gente encapuchada, sospechosa, no supe qué hacer. Pero...

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Quién puede hospedar a unos migrantes por un día?

Esa noche, casi al finalizar la misa de la fiesta de la Sagrada Familia, unos muchachos del grupo juvenil se acercaron conmigo al altar, para preguntarme si podían dar un aviso importante. A lo que les respondí que sí, como era acostumbrado. Después de un momento y antes de la oración final, el muchacho comenzó a decir, que afuera de la Iglesia se encontraban unos hermanos migrantes, que no habían podido cruzar la frontera, y ahora se regresaban a su casa en Honduras. No pedían dinero, ya tenían lo del pasaje del autobús que los acercaría a su tierra, sólo les faltaba, un lugar para pasar la noche, ya que mañana muy temprano partirían a su hogar. Y preguntaba si había alguna familia, de entre las presentes, que tuviera un cuartito, para hospedarlos por una noche, Después de decir...

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Vista a Nueva York, a la misa de la fiesta de la Virgen de Guadalupe con los migrantes

Conocí a un sacerdote, mientras estudiaba en la Universidad Pontificia de México, allá por los años 90s. Era un presbítero de mediana edad, de unos 43 años, que en ese tiempo se batía en lucha por alcanzar dos objetivos, terminar un doctorado en filosofía, y dominar un cáncer de intestinos que lo asediaba. Ejemplar sin duda era ese sacerdote, el caballero le llamábamos, por su figura delgada, pero sobre todo, porque siempre nos llamaba así. Nos ponía ejemplo con su disciplina para ingerir limpios y muy escogidos alimentos, a nosotros los seminaristas de ese tiempo, que comíamos en el mercado de enfrente, tacos, tortas, garnachas y todo lo que se nos pusiera enfrente; y por su dedicación para el estudio, a nosotros, que más terminábamos de comer, y corríamos a la cancha de basquet, a jugar buena parte de la...

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¿Que no deberías venir con la cara triste y cabizbaja a confesarte?

Recuerdo hace muchos años, recién ordenado sacerdote, que se acercó conmigo una hermana religiosa, con un rostro luminoso y brillante, y me dijo, padre, he recibido una gracia, y le ruego pueda confesarme. Hasta ese momento yo había entendido, que cuando uno iba a confesarse, iba apenado, con la cara de vergüenza y el corazón apachurrado. Pero a partir de ahí, entendí que era también una gracia. No solo sentir dolor de los pecados cometidos, cosa que ya es bastante! Sino también un nuevo impulso para acercarse más a Dios. El haber descubierto apenas, o de nueva cuenta, una manera para corregir una falla o un error anquilosado. El vislumbrar un nuevo camino para regresar a Dios, luego de transitar por caminos equivocados. O sentir de repente el coraje para abandonar conductas o personas impropias, para no desviarse ni...

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