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Sucedió en Nueva York, en la fiesta de la Guadalupana…

Sucedió en Nueva York.

Allí se encontraban los 12 sacerdotes formadores del seminario diocesano de San José, esperando al padre mexicano, quien presidiría la misa solemne, en punto de las 12 del mediodía, en honor a nuestra señora de Guadalupe, emperatriz de América, y patrona de los no nacidos. En la jornada nacional dedicada a la protección de las familias inmigrantes en los E.U.

Como buen mexicano, el padre llegó pasaditas las 12 horas, e inmediatamente se revistió de sus ornamentos eclesiásticos, saludó rápidamente y se encaminó presuroso en procesión hacia el altar, ipad en mano, para leer en inglés el tremendo sermón que había preparado para los seminaristas.

Se trataba de la solemnidad del 12 de diciembre del 2017, fiesta de la Virgen de Guadalupe, a ser celebrada en la Capilla alta del seminario, de estilo neoclásico, al mismo tiempo sobria pero elegante.

Los candiles todos encendidos, el coro de estudiantes a 15 voces cantaba desde el palco, sobre la entrada del templo, hermosos cánticos guadalupanos meticulosamente ensayados en español.

Al frente del templo, en el retablo, estaba la imagen del Cristo crucificado, al costado derecho, una escultura dignísima de San José, y en la parte izquierda, una preciosa imagen antigua de la Guadalupana, adornada ésta con pletóricas y coloridas flores de castilla, dispuestas en oasis a los pies de su nicho, y en jarrones transparentes en el piso. Hasta las personas de las últimas bancas eran acariciadas con el aroma fresco de las flores.

Doce sacerdotes concelebraban en torno al altar, casi todos americanos, algunos maestros de teología participaban en la misa, unas 60 personas en total.

Al terminar de cantar el coro el aleluya, y justo cuando el diácono empezaba a leer el evangelio, se oyó un estrepitoso ruido. Todos se asustaron, los que estaban en el presbiterio voltearon hacia atrás, y los de las bancas, hacia la esquina del sagrado recinto, para darse cuenta, sorprendidos, que los oasis repletos de flores se habían caído, y había quebrado los jarrones. Todas las flores volaron y se estrellaron en el piso. Los seminaristas, los concelebrantes, los invitados, el mismo coro, se quedaron pasmados, inmóviles, sin saber qué hacer, el diácono después de unos segundos, tímidamente prosiguió leyendo el evangelio. Como pudo lo acabó, le llevó el leccionario al sacerdote, presidente de la celebración, quien besó el evangeliario y bendijo al pueblo. Acto seguido, le dijo al diácono, acompáñame, tomó su ipad, y lo dejó sobre el altar y antes de dirigirse al ambón, siguió derecho al rincón donde estaba la imagen de la Virgen de Guadalupe, con las rosas regadas a sus pies, se incó y empezó a juntar las flores, que levantó después en un pesado mazo, y con esfuerzo las devolvió al jarrón. El diácono y un seminarista también se acercaron y empezaron a hacer lo mismo, no tomó muchos minutos, cuando el altar a la Virgen quedó restituido, y las flores volvieron a brillar en todo su esplendor.

El padre se volvió al altar, tomó su ipad, y desde el ambón se puso a leer y predicar, de la morenita, del ayate, y de no sé cuántas cosas más, el caso es que, para cuando se acordaron, ya la misa había terminado.

Nadie supo de qué habló el padrecito, pero eso sí, todos hablaban del lindo gesto mexicano de pastor que había tenido. Una maestra dijo, qué bueno que lo hizo para enseñarnos a los seminaristas, a los padres y a los laicos, que venimos a servir y a no ser servidos, otro más expresó al ver el Ipad aguardando sobre el altar, primero es lo primero, que es darle el lugar a una dama, y el respeto debido a la Guadalupana.

El padre mexicano contento se quedó con lo que Dios le permitió hacer, y finalmente entendió, que vale más un gesto, que mil palabras.

+Alfonso Miranda Guardiola 

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