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¿Tendrá todavía algo que enseñarnos el indio San Juan Diego a más de 500 años de su historia? 

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La canonización de Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el 31 de julio del 2002 y la Beatificación, el 1 de agosto del mismo año, de Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles, mártires oaxaqueños, constituyó el propósito fundamental de la quinta y última visita del Papa Juan Pablo II a México.

Debe darse por entendido que canonizar y beatificar a estos hermanos indígenas no sólo ha sido un acto de reconocimiento a sus virtudes personales, sino y sobre todo a su condición de miembros de la colectividad indígena.

 De los pueblos indios tenemos mucho que aprender los mestizos: la sed religiosa, el respeto por la tierra, el trabajo voluntario, la propiedad comunal, la solidaridad con los más pobres, el sentido de justicia, el uso del tiempo. 

Aunque, debe decirse también, que en la cultura indígena no todo es miel sobre hojuelas. Es conocida su resistencia para asumir comportamientos ajenos a su idiosincrasia; el machismo acendrado, sobre todo cuando de reconocer los derechos de la mujer se trata; la organización social a menudo muy rígida en el cumplimiento de la letra de sus leyes.

 Con y a pesar de lo anterior, la Iglesia mexicana alienta con esperanza el proceso por el que los indígenas se han erigido como sujetos de su historia.

La quinta visita de Su Santidad Juan Pablo II animó como Iglesia, a nuestro país, que ha sido privilegiado con la especial protección de Nuestra Señora de Guadalupe, quien ha querido manifestarnos su amor tomando nuestros rasgos morenos, ofreciéndonos con ello “un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada”.

La canonización y beatificación de estos hermanos indígenas, conlleva el reconocimiento de los indígenas como pueblos. 

La inculturación del Evangelio pone de relieve la riqueza de cada cultura, de cada pueblo, en donde vemos clara la acción del Espíritu de Dios que actúa siempre y en todo lugar.

La Iglesia sostiene que los indígenas, “al defender su dignidad, no sólo ejercen un derecho, sino que cumplen también el deber de transmitir su cultura a las generaciones venideras”.

Este acontecimiento eclesial y su reconocimiento por la Iglesia universal significa que ellos son un ejemplo que nos puede ayudar a retomar los orígenes y las raíces indias de nuestro pueblo. 

Con su experiencia todos nos podemos identificar, y si vivimos como ellos, embajadores de Dios y de la Virgen, solidarios con los débiles, podemos llegar a Cristo. 

El hecho Guadalupano es, para todos los mexicanos, un horizonte para nuestra cultura y nuestra identidad como pueblo. 

Pero debemos reconocer que para los pueblos indios reviste una importancia especial, pues en el Mensaje de Nuestra Señora de Guadalupe el indio es el protagonista, ella le pide que “hable en su nombre”, le dice que es su “embajador muy digno de confianza” y que quiere hacer su casita donde están los lamentos del pueblo, para desde ahí poder “oír sus miserias, sus penas y sus dolores”, pues quiere “remediar todo esto”, su amor es para todos los moradores de estas tierras.

El Mensaje Guadalupano reivindica el lugar del pobre y del excluido en la construcción de una nación más justa y fraterna. 

Dios se manifiesta en el pobre para llamar a todos a construir una nueva sociedad, donde todos sean escuchados e incluidos. 

Este es el énfasis actual de la Iglesia, construir toda comunidad desde la comunión eclesial, la solidaridad y la fraternidad; sin embargo, en el escenario nacional actual vemos con preocupación la creciente exclusión de muchos hermanos y hermanas empobrecidos, entre ellos los indígenas; y se va imponiendo la idea de que “fuera del libre mercado no hay salvación”. 

La nación mexicana tiene una deuda con los pueblos indios: crear una nueva relación entre gobierno, sociedad y pueblos indios, basada en el respeto y la inclusión.

La Iglesia quiere reafirmar su compromiso con los indígenas “¿Cómo podría olvidar los enormes sufrimientos infligidos a los pobladores de este continente durante la época de la conquista y la colonización?”

Tenemos la firme convicción de que el indio, nos ofrece la oportunidad de vernos como hermanos en esta patria; pues no es posible seguir viviendo en un México dividido por el racismo y la discriminación; 

Los pueblos indios merecen con justicia un reconocimiento a sus culturas, a su modo de ser y a su autonomía. 

Como Iglesia, hacemos un llamado a la sociedad entera para que no quede postergado por más tiempo el reconocimiento a los derechos y cultura de los pueblos indios. 

Es necesario cambiar los criterios y actitudes ante los pueblos indios, pasar de una valoración que los considera sólo como objeto de nuestra generosidad y benevolencia, para llegar a verlos como las personas y los pueblos que exigen hoy lo que les corresponde en justicia: ser sujetos de derechos. 

San Juan Pablo II, afirmó: “a ustedes, cuyos antepasados fueron los primeros habitantes de esta tierra, al tener sobre ella un derecho adquirido a lo largo de generaciones, les sea reconocido ese derecho de habitar en ella en paz y serenidad, sin el temor –verdadera pesadilla- de ser desalojados en beneficio de otros, antes bien estén seguros de un espacio vital, que será base no solamente para su supervivencia, sino para la preservación de su identidad como grupo humano, como verdadero pueblo y nación. 

Es un llamado a “Reconocer y promover las diversas culturas que integran nuestra Nación, 

A “mejorar la manera como promovemos a las comunidades y a las culturas indígenas en el contexto de nuestra Nación, para que sin mermar la legítima autonomía que poseen se logre una adecuada y respetuosa integración de sus aportes y riquezas particulares, a través de los cambios jurídicos necesarios para tal efecto. 

El reconocimiento constitucional y legal de los derechos y cultura indígena debe salvaguardar la subjetividad cultural de la Nación, pues ello protege su voz, su historia y su cultura, expresadas de las más diversas formas en sus tradiciones y creencias. 

La Iglesia convoca a todos a trabajar en: 

1) el reconocimiento de los derechos y las culturas indígenas; 

2) la más amplia difusión, de la ética indígena, en lo que tiene de valor universal y congruente con el mensaje cristiano; 

3) el apoyo a la educación de la niñez indígena; 

4) la promoción de mecanismos para apoyar sus organizaciones productivas y la salida al mercado de sus productos; 

5) el apoyo a sus gestiones ante las autoridades, así como la garantía para que la procuración e impartición de justicia se haga en sus propias lenguas; 

6) la formación de conciencia, en el resto del país, de sus historias particulares y de sus aportaciones; 

7) la protección de sus conocimientos sobre la naturaleza, 

8) la promoción de la organización productiva de los indígenas, 

9) la creación de programas con jóvenes indígenas.  

10) Y la protección de su hábitat y la preservación de sus valores culturales,

 

Tomado del mensaje de los obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral Indígena y la Comisión Episcopal de Pastoral Social, de la CEM. Del 3 de julio de 2002

 

+Alfonso G. Miranda Guardiola 

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