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Historia del obispo Adriel, un padre, un seminarista y 2 testigos de Jehová

apacienta-mis-ovejasEl obispo Adriel* estaba realizando la visita pastoral en la parroquia de Jesús, el Buen Pastor, y comía con Manuel, el párroco y con Jorge, el seminarista, cuando al acabar la sobremesa, éste último dice, porque no me acompaña señor obispo, a la casa de Juan, él es testigo de Jehová, porque si va Usted, de seguro, se regresa:

–       ¿Cómo que se regresa?

–       Sí, al parecer, hace mucho fue católico, pero ya no lo es.

–       Pero ¿crees que nos reciba? – Claro que sí, es buena persona.

–       Bueno, pues vamos. ¿Me acompañas padre Manuel?

–       No, mejor vayan ustedes.

–       ¿Cómo que vayan ustedes? Ah no, estoy en tu parroquia en visita pastoral, y ahora me acompañas.

–       No pues así por las buenas, claro que sí, vamos.

–       Yo los llevo, dijo el seminarista.

Un poco más tarde, ya en la casa de Juan, el obispo se sorprendió de que tan pronto los dejaran entrar.

–       ¿Se puede? Dijo Jorge.

–       Pásenle, aquí no se niega la entrada a nadie.

–       Muchas gracias, dijo el obispo, pues venimos a saludarlos.

–       Pues qué bueno que nos visita, dijo la esposa de Don Juan al verlo, pues necesito decirle algunas cosas, siéntense por favor.

Martha era una señora alta, robusta, y de temperamento fuerte, que brotaba a flor de piel. Y aunque un poco maltratada por los años, se alcanzaba a ver, que en su juventud había sido muy hermosa.

–       Padre, empezó a hablar Juan, ¿sabía que hace mucho tiempo, esta mujer que ve y yo, tuvimos muchos problemas, y nos separamos durante varios años? Yo, ya en mi desesperación, fui a buscar a mi párroco, que me dijo: déjala, si ya no te quiere, para qué la buscas, no la puedes retener a la fuerza, olvídate de ella. Y salí muy triste de ahí, porque realmente la quería. Como quiera me fui a buscarla, hasta el otro lado del país, donde se había ido con su familia, pero me seguía rechazando. Un día pasaba por la plaza principal de la ciudad y vi un sacerdote en la Catedral, lo miré esperanzado, y dije, allí está mi solución, fui y me acerqué, y lo ví que estaba confesando, había mucha gente, hice fila, y cuando me tocó mi turno, le dije:

–       Padre estoy separado, necesito que me ayude, que hable con mi esposa.

–       A lo que, acto seguido añadió: esto no es dirección espiritual, es confesión, dime tus pecados,

–       pero padre es que,

–       y rápido, porque ya ves la cola, hay mucha gente

Y me retiré de ahí, desconsolado, y me senté afuera en una banca de la plaza, a llorar mi soledad y mis penas. No sé si fueron una, dos o tres horas las que, perdido, estuve ahí. En eso, se acercan dos personas, y me dicen: ¿qué te pasa? ¿Porque estás triste? Tenemos aquí varias horas y te hemos visto cabizbajo y llorando. Y les abrí mi corazón, y les platiqué mis problemas, eran dos testigos de Jehová, quienes me dijeron, no te apures, nosotros hablaremos con tu esposa. Y fueron con ella, y para no hacer el cuento largo, nos reconciliamos, y por eso somos testigos de Jehova.

Yo me dediqué a escuchar, todos y cada uno de sus sentimientos, dijo el obispo Adriel, los comprendí y les pedí perdón a nombre de la Iglesia y de nosotros los sacerdotes, que no habíamos sido pacientes, atentos ni misericordiosos. Y les pedí, que rezaramos un Padre nuestro y un Ave María, a lo que me respondió Juan, que no podía, que ya no les estaba permitido; le dije a Martha, y me dijo, no puedo, la mujer dice San Pablo, debe estar sujeta a su marido. Me permiten rezar a mi, les pregunté. Claro, por supuesto, esta casa es suya. Así que me dediqué un momento a rezar por ellos, por su familia, y por sus necesidades. Pasó más de una hora, para cuando cordialmente nos despedimos, y noté que al final, algo le dijo Juan al párroco que me acompañaba, pero ya no le pregunté. Volvímos a la Iglesia, y continuamos el programa de la Visita Pastoral.

Pasaron como dos meses para cuando volví a ver a Jorge, el seminarista. ¿Qué pasó con aquella pareja de testigos de jehová, que visitamos, qué fue de ellos? Le pregunté. A lo que me platicó que Juan, le había dicho al párroco, antes de salir éste de su casa: y conste que no le dije nada de usted, que tampoco nos recibió cuando llegamos. Sin embargo, siguió platicando Jorge lleno de emoción, a las dos semanas, que fue la misa de clausura de la Visita Pastoral, llegó Juan, su esposa y sus dos hijos, y se sentaron en la primera banca, mero delante de la Iglesia. Y desde entonces, el párroco los saluda, y no han dejado de ir a misa los domingos.

Gloria a Dios, Jorge, y a cuidar nuestro rebaño.

 

(Esto sucedió en una región remota de México, y con un obispo no de Monterrey).

+Alfonso G. Miranda Guardiola

@monsalfonso

 

*Adriel significa: rebaño de Dios.

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