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¿Quien será el nuevo jefe?


Era ya viejo el jefe de la tribu, habían pasado ya los años en que guerreaba y defendía a su pueblo. Ahora estaba muy cansado y enfermo, más aún le quedaba un verano, para elegir al nuevo jefe de su pueblo. Por lo que convocó a los jóvenes más aptos y más fuertes, para cubrir este puesto. Tres fueron los escogidos, idóneos y talentosos, aunque sólo uno de ellos, ocuparía su lugar. El anciano jefe, les dijo, vayan a la alta montaña, donde nadie jamás ha ido, y cuando encuentren el tesoro más grande que deslumbre su corazón, bajen y tráiganlo inmediatamente.

Pronto los tres jóvenes emprendieron la partida, todo el pueblo esperaba ansioso su venida. Al cabo de una semana de travesía, el primero regresó, pensando, con esto no sólo seré el jefe, sino el rey de mi pueblo. Había encontrado oro y perlas preciosas, con lo que su pueblo sería inmensamente rico, todos empezarían a comprar terrenos, casas y elegante ropa. El gran jefe le dijo, muy bien hijo, siéntate y espera a contemplar, tesoros todavía más grandes.

El segundo joven llegó pasadas tres semanas, había encontrado en una cueva tantas cosas, que estaba seguro que sería no sólo jefe, sino sabio y rey, pues había descubierto incienso y resinas de exquisitos aromas, plantas exóticas, y un libro de pócimas, donde decía cómo convertir las piedras en oro, y cómo conservarse siempre fuerte, bello y joven. El pueblo pensó él será el nuevo rey…. Pero el gran jefe, sorpresivamente le dijo, siéntate tú también, para que contemples, el paso de los triunfadores.

Siguió pasando el tiempo, un mes, dos, casi tres y cuando el pueblo estaba ya desesperado y a punto de nombrar a su rey, apareció el tercer muchacho.

Sin nada en las manos, cansado pero muy feliz. – De seguro éste no va a ser rey, decían. – Se ha de haber extraviado. – Se ha de haber caído en un barranco. – Lo han de haber asaltado.
– ¿Qué encontraste? Le preguntó el anciano jefe. Caminé, caminé y caminé, vi las joyas y los tesoros, ví las cuevas y las pepitas de oro, sentí el aroma del incienso y de las flores, pasé las pócimas y sus seducciones, y me dije, algo más grande debe haber.
Y seguí, no me detuve, y por muchos días, escalé y escalé, y ya casi al límite de mis fuerzas, llegué a la cumbre de la montaña sagrada… Y me deslumbré, un horizonte infinito se abrió a mis pies, más grande que tres arco iris, tan distante como la luna y la estrella polar, más profundo que todos los barrancos, nunca vi un firmamento igual, y allá al final, por encima de las mismas nubes, divisé un inmenso mar, ancho como las estrellas que cubren el cielo, resplandeciente como un cristal, azul turquesa como una joya, inagotable, indescriptible, y que solo me invitaba a soñar… Y quise construir naves para surcar el vasto océano y llegar a mundos sin igual, a remotas tierras, y pueblos nuevos por conquistar, a eso me lanzaba esa mirada y el insondable mar.
Nada traigo en mis manos, sólo ilusiones y sueños por alcanzar.

Bienvenido a tu casa, dijo el anciano jefe, traes la mirada más lejana, tú serás quien guié ahora a este pueblo, a vivir esa nueva historia y más allá…

+Alfonso G. Miranda Guardiola

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